El libro y su mensaje
El mensaje de este profeta está enteramente enfocado en una misma dirección: «Viene el día de Jehová,... día de tinieblas y de oscuridad,... grande y espantoso» (2.1, 2, 31). Pero sobre el telón de fondo del juicio de Dios, Joel describe lo dramático del momento presente: una terrible plaga de langostas ha caído sobre el país como un ejército bien entrenado, y ni una brizna de vegetación ha quedado después que ellas pasaran en oleadas devorándolo todo (1.4, 6–7). Pero ahí no acaban las cosas, sino que al ataque de las langostas le sigue una gravísima sequía, que deja sin agua ni alimentos a personas y a bestias. La situación llega a ser extremadamente crítica, de modo que incluso el culto en el Templo se resiente, pues por la escasez de cereales y de vino se hace necesario restringir las ofrendas y las libaciones (1.9, 13, 16).
En esas circunstancias, Joel invita a los sacerdotes a que convoquen al pueblo de Judá para que se reúna en el Templo, en asamblea (1.14; 2.15–16), a fin de ayunar y condolerse delante de Jehová y, sobre todo, de demostrar un sincero arrepentimiento (2.13).
Pese a la inmediatez de los acontecimientos narrados, el profeta no pierde de vista el objeto último y principal de su anuncio: las presentes penalidades son el preludio del momento en que Dios, Señor y Juez universal, habrá de juzgar a todos los pueblos y naciones de la tierra (1.15; 2.1–2; 3.14). Ese instante último y terrible será el día ante el cual «se pondrán pálidos todos los semblantes» (2.6). Aunque también será un día de gracia y de salvación, porque «todo aquel que invoque el nombre de Jehová será salvo» (2.32).
Así, a cuantos presten atención a este mensaje se les anuncia las maravillas de Jehová, sus grandes obras en favor de ellos y su voluntad misericordiosa y perdonadora (2.21, 18–27; 3.18–24). De un modo muy especial hay que recordar aquí la promesa divina comunicada por Joel: «Derramaré mi espíritu» (2.28–32). Y el Israel de Dios, el Israel de todos los tiempos, recibirá la plenitud del don del Espíritu, como siglos más tarde habría de suceder en Jerusalén el día de Pentecostés (Hch 2.16–21).